EL CASO “BOTI” Y LA PLATAFORMIZACIÓN DE LA CIUDAD DE BUENOS AIRES.

THE "BOTI" CASE AND THE PLATFORMIZATION OF THE CITY OF BUENOS AIRES.

Cómo citar: Funes, J. (2024). El caso “boti” y la plataformización de la ciudad de Buenos Aires. Revista Argentina de Comunicación 12(15), 56-81. 

Juan Manuel Funes

Licenciado en Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA; becario UBACyT y maestrando en Comunicación y Cultura (UBA) y docente de la materia Investigación en Comunicación de la carrera de Ciencias de la Comunicación (UBA), cátedra Gassmann.

Correo electrónico: jmfunes23@gmail.com

Fecha de Recepción: 27/05/2024 - Fecha de aprobación: 30/08/2024

RESUMEN

El crecimiento exponencial en la capacidad de generación, recolección y procesamiento de datos que permitieron las tecnologías de comunicación hacia fines del siglo pasado y el modo en que mutó el capitalismo desde mediados de la década del setenta con la hegemonía del neoliberalismo, produjo una serie de cambios en un conjunto de perspectivas del urbanismo que hoy convergen en las denominadas smart cities. Esta forma de gobierno urbano puede pensarse como la coagulación de dos aspectos: por un lado, de un  proceso extenso en el tiempo –iniciado con la ciudad moderna– en el que se tomó a la ciudad como espacio primero de circulación, más adelante como ciudad “informacional” y finalmente como plataforma de procesamiento de datos; por otro, como una forma de gobierno urbano propia de la Sociedad de la Información, impulsada sobre la base de la convergencia. En las siguientes páginas se repasarán brevemente estos modelos de ciudad para luego detenerse en las smart cities como “plataformización de la ciudad”, y finalmente se analizará el caso de la Ciudad de Buenos Aires y en particular del chatbot “Boti”, con el objetivo de reflexionar sobre el rol de las empresas de plataformas –en particular Meta, Alphabet-Google y Microsoft– en la aplicación de las políticas públicas que forman parte de este modo de gobierno urbano.

Palabras clave: Smart City - Plataformas - Ciudad - Comunicación - Neoliberalismo

ABSTRACT

The exponential growth in the capacity for data generation, collection, and processing enabled by communication technologies towards the end of the last century, coupled with the way capitalism shifted since the mid-seventies with the hegemony of neoliberalism, has brought about a series of changes in a set of urbanism perspectives that now converge in what are called smart cities. This form of urban governance can be understood as the culmination of two aspects: on one hand, an extensive process over time – beginning with the modern city – where the city was first regarded as a space for circulation, later as an "informational" city, and finally as a data processing platform; on the other hand, as a form of urban governance specific to the Information Society, driven by convergence. In the following pages, these city models will be briefly reviewed before delving into smart cities as the "platformization of the city," and finally, the case of Buenos Aires City and particularly the chatbot "Boti" will be analyzed, aiming to reflect on the role of platform companies – notably Meta, Alphabet-Google, and Microsoft – in the implementation of public policies that are part of this mode of urban governance.

Keywords: Smart City; Platforms; City; Communication; Neoliberalism

Introducción

Las novedades tecnológicas, los usos y prácticas sociales asociadas a las mismas, las transformaciones económicas y políticas que implican, son aristas de procesos complejos, sedimentados a lo largo de los años. En la idea de smart city –una propuesta de gobierno urbano basado en la tecnología de plataformas– convergen dos procesos: por un lado, un imaginario del espacio urbano basado en la idea de circulación y movimiento surgido con la ciudad moderna; por otro, el derrotero de la Sociedad de la Información, primero como utopía y después como realidad materializada en las tecnologías de información y comunicación hacia fines del siglo XX. En el presente trabajo se buscará reflexionar sobre una política pública del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, el chatbot denominado Boti, como caso paradigmático de las propuestas vinculadas a las smart cities.  ¿Cuál es el rol del Estado y de las empresas de plataformas en este escenario?; ¿qué grado de agencia tiene cada actor para la aplicación de políticas de este tipo?; ¿cuáles son las consecuencias políticas de estas iniciativas?; ¿qué relación se establece entre la tecnología y la política en este proceso?

Estas son algunas de las preguntas disparadoras de las siguientes páginas. El recorrido que se propone está dividido en tres partes: en primer lugar, se desarrollarán de manera sucinta las dos corrientes que convergen en las ideas de las smart cities, es decir, la ciudad como espacio de circulación y el despliegue histórico de la Sociedad de la Información; en segundo lugar, se esbozará una definición de las smart cities y de la plataformización de las ciudades; finalmente se analizará la política pública del “Boti” en la Ciudad de Buenos Aires. El armado de esta estructura argumental tiene que ver con la premisa de que el análisis de los fenómenos actuales o recientes, como lo son las plataformas digitales, debe hacerse con una perspectiva histórica para comprender su espesura. Se retoma así el gesto del historiador inglés Lewis Mumford, quien sostiene que para pensar la evolución de la técnica moderna es necesario detenerse en la idea de que “detrás de todos los grandes inventos materiales del último siglo y medio no había solo un largo desarrollo de la técnica”, sino también “un cambio de mentalidad” (1971: 22). No se trata, así, de explicar y describir simplemente “la existencia de nuevos instrumentos mecánicos”, sino de comprender “la cultura que estaba dispuesta para utilizarlos y aprovecharse de ellos de manera tan extensa” (1971: 22). Esta propuesta puede ser tomada para pensar la plataformización de la ciudad, el modo en que las nuevas tecnologías digitales sirven de fundamento para la propuesta de gobierno urbano de las smart cities.

La preparación urbana: de la circulación a las plataformas

En el libro Carne y piedra (1997), Richard Sennet analiza el modo en que las investigaciones de William Harvey sobre la circulación de la sangre y la respiración no sólo incidieron en el orden de la salud pública, sino también en el diseño de ciudades durante el siglo XVIII. Sennet explica que los planificadores urbanos de aquella época, trataban de convertir la ciudad en “un lugar por el que la gente pudiera desplazarse y respirar con libertad, una ciudad con arterias y venas fluidas en las que las personas circularán como saludables corpúsculos sanguíneos” (1997: 274). En base a estos principios, este autor sostiene que la ciudad de la ilustración, tanto a nivel individual como colectivo, se basaba en la idea de la circulación. Se trataba de un paradigma que abarcaba una idea de ciudad y de sociedad, basadas en “una imagen del cuerpo sano en una sociedad sana” (1997: 280). Los planificadores urbanos de entonces, según Sennet, se inspiraron en la mecánica sanguínea para diseñar las ciudades: “pensaban que si el movimiento se bloqueaba en algún punto de la ciudad, el cuerpo colectivo sufría una crisis circulatoria como la que experimenta el cuerpo individual durante un ataque en el que se obtura una arteria” (1997: 283). Las ideas del libre mercado se apoyaron también en esta idea, dado que, también en el siglo XVIII, “relacionaban directamente el flujo del trabajo y el capital en la sociedad con el flujo de la sangre y la energía nerviosa en el cuerpo” (1997: 291). Esta idea de ciudad inauguró un conjunto de perspectivas que presentaban al espacio urbano como un cuerpo o sistema orgánico. Es una idea extraña: se piensa la ciudad como un organismo vivo, como un cuerpo humano, pero dentro de una cosmovisión que tomaba al cuerpo humano como una máquina. De esta forma, la ciudad aparecía como máquina-orgánica. Se trataba de una tendencia que tenía asidero en las metáforas de la sociedad como organismo inauguradas en el siglo XVIII por François Quesnay (1694-1774) y los fisiócratas, retomada en el siglo XIX por Claude Henri de Saint-Simon (1760-1825) y la “fisiología social”, y luego por Herbert Spencer (1820-1903) con la “sociedad organismo”, tal como repasan Armand y Michele Mattelart en Historia de las teorías de la comunicación (1997) para pensar los orígenes del pensamiento sobre los sistemas de comunicación. Pero si en el siglo XVIII la ciudad era pensada como sistema orgánico, hacia fines del siglo XIX empieza a aparecer la idea de ciudad como sistema artificial. Convergen en esta idea la evocación de la tecnología como elemento central para diseñar las ciudades y la insistencia en el movimiento y la circulación como valor fundamental.

Estas ideas se inscriben dentro de lo que Henri Lefebvre define como “filosofía de la ciudad” o “ideología urbana”: ideas que se proyectan “a través de especulaciones que a menudo se revisten de cientificidad solo por el hecho de incorporar algunos conocimientos reales” (2017: 65). Lefebvre menciona como ejemplo al funcionalismo y advierte que definir la ciudad como “red de circulación y comunicación, como centro de informaciones y decisiones, debe entenderse como una afirmación realizada desde una ideología absoluta” (2017: 65). Para este autor, es un proceso sustentado en una “reducción-extrapolación particularmente arbitraria y peligrosa”, que “se presenta como verdad total, como dogma, utilizando para ello medios terroristas” (2017: 65). En nombre de la ciencia y el rigor científico, agrega, “tal ideología conduce a la imposición de un urbanismo basado en canalizaciones, viales y cálculos” (2017: 65).

Hacia fines de la década de 1980, autores como David Harvey y Manuel Castells profundizaron sobre los lineamientos Lefebvre en un contexto de hegemonía de las políticas de corte neoliberal. Harvey (1989) se detiene precisamente en el proceso de neoliberalización de las ciudades y de la sociedad, mediante la noción de “empresarialismo urbano”. Hace énfasis en el rol de las tecnologías de comunicación dentro de esta perspectiva, y subraya que el empresarialismo urbano “está fuertemente marcado por una lucha sobre la adquisición del control y comando de las funciones de finanzas, de gobierno, recolección y procesamiento de información (incluyendo a los medios)” (1989: 9). Durante esta década la transformación de las ciudades era fundamental para el funcionamiento del capitalismo en su fase neoliberal volcada al mercado financiero. Harvey advierte que los impulsores de estas transformaciones en las urbes buscaban generar espacios de “puro comando y control de funciones, una ciudad informacional, post industrial, en la cual la exportación de servicios (financieros, informacionales, de producción de saberes) se vuelva la base económica de la supervivencia urbana” (1989: 10).

Con una perspectiva similar, Castells (1989) reflexiona sobre los cambios del capitalismo a partir de un nuevo modo de desarrollo informacional y el modo en que el espacio se vio alterado por este proceso. Se refiere al “surgimiento de un espacio de flujos que domina el espacio de lugares constituidos históricamente en la medida en que la lógica de las organizaciones dominantes se aparta de las restricciones sociales, de las identidades culturales y de las sociedades locales por medio de las tecnologías de la información” (Castells; 1989: 27). Lo que se deriva de esta dinámica es una creciente independencia de la lógica de las organizaciones, que se aleja de las lógicas sociales, una tendencia que caracteriza con la idea weberiana de la burocratización, es decir, “la predominancia de la racionalidad de los medios sobre la racionalidad de los fines” (1989: 170). De esta manera, afirma que la dialéctica entre centralización/descentralización y la creciente tensión entre espacios de flujos puede reflejar “la transformación gradual de los flujos de poder hacia el poder de los flujos” (1989: 171).

El proceso que describe Castells se da en pleno auge de la denominada Sociedad de la Información. Se trata de una noción que, según repone Pablo Manolo Rodríguez (2019), se vincula a la de “sociedad posindustrial”: ambas ideas fueron planteadas a mediados del siglo XX como propuestas de superación de las contradicciones, limitaciones y falencias del capitalismo industrial que empezaron a agudizarse hacia la década del sesenta, pero con raíces más profundas, que calan hasta las perspectivas utópicas vinculadas a la técnica del siglo XIX. “En estas utopías convergían, por un lado, el salto tecnológico en el transporte de signos, materias y personas, y por el otro, las figuras de la red y la circulación como patrones de inteligibilidad de la emergencia de la comunicación como problema práctico y social” (2019: 144), plantea Rodríguez. No es difícil advertir lo emparentada que está esta idea con las premisas de la ciudad moderna articuladas en torno a la circulación y el movimiento como valor central. La figura de la Sociedad de la información, agrega Rodríguez, supone la existencia de una sociedad “cuya existencia está determinada por las tecnologías digitales que utilizan la información como su insumo inmediato” (2019: 144). La idea de una sociedad postindustrial fue macerada con tiempo, mucho antes de que existieran tecnologías que permitieran hacer efectivas aquellas perspectivas. La informática hizo posible concretar esta idea, y sus bases conceptuales –según explica Rodríguez– fueron la cibernética la Teoría General de los Sistemas.

Martín Becerra explica que las profundas transformaciones que se iniciaron en la etapa neoliberal en relación al estado, las nuevas dinámicas económicas, el trabajo, la sociedad y las subjetividades, estuvieron fuertemente apoyadas en los desarrollos de las tecnologías de información y comunicación. Para este autor, el modelo productivo de la Sociedad de la Información está basado en “la sustitución a gran escala del trabajo humano”, “la centralidad del complejo de la microelectrónica” y la “industria de las telecomunicaciones, en la interdependencia financiera y comercial”, la “deslocalización industrial”, “la consolidación del sector terciario y del empleo precario” y la “promoción del consumo como relación social preponderante” (1999: 141). En este sentido, marca tres ideas-fuerza con las que se presentó la Sociedad de la Información: en primer lugar, “la necesidad de profundizar el proceso de internacionalización de la economía, encaminado a la mejora de la competitividad mundial”; luego, “la presión a los estados para que cedan a las fuerzas de mercado, la gestión y usufructo de los bienes relacionados con las industrias de la información y el entretenimiento, mediante la herramienta de la privatización”; y por último, “el consecuente cambio de legislación llamado ‘desregulación’”, que en rigor trata de “un período de transición entre un tipo de legislación con acento en el carácter público de los servicios de información y comunicaciones, y otra que enfatiza el rol de las fuerzas de mercado y que, por consiguiente, sería atinado calificar como trans regulación” (1999: 142).

La innovación técnica a partir de la cual se concretó este proceso fue la convergencia, que puede definirse de manera elemental como la digitalización de los distintos soportes analógicos de los medios de comunicación, que pasaron al sistema binario. Tal como indica Becerra (2003), si bien fue inicialmente tecnológica, la convergencia “supone impactos en escenarios relacionados con las culturas de producción, las formas de organización, las rutinas de trabajo, los circuitos de distribución y las lógicas de consumo de los bienes y servicios info-comunicacionales” (2003: 92). De esta manera, la integración de soportes y la reducción de todos los contenidos al código binario implicó una “febril actividad en materia de fusiones, concentraciones y alianzas entre actores industriales” (2003: 93).

Dentro de las industrias involucradas en el desarrollo de la Sociedad de la Información y transformadas por el proceso de la convergencia, la más relevante para el presente trabajo es la industria informática, dedicada a la “programación, procesamiento, transmisión y almacenamiento de datos dirigido a grandes firmas y a usuarios individuales (software) Ordenadores personales y grandes terminales (hardware)” (Becerra; 2003: 101). Con el correr del siglo XXI, la centralidad de los datos se volvió cada vez más relevante: es la base del modelo de plataformas, que cada vez abarca más espacios de la vida social.

La crisis económica de 2008 produjo una aceleración de esta tendencia y puso, tal como sostiene Nick Srnicek (2018), a la extracción y procesamiento de datos como materia prima central del capitalismo. El nuevo modelo de negocios, las plataformas, son “infraestructuras digitales que permiten que dos o más grupos interactúen”, que “se posicionan como intermediarias que reúnen a diferentes usuarios: clientes, anunciantes, proveedores de servicios, productores, distribuidores e incluso objetos físicos” (Srnicek; 2018: 45). Jose Van Dijck define a las plataformas como una “arquitectura programable diseñada para organizar las interacciones entre los usuarios” (2016: 2). El funcionamiento de estas tecnologías se basa en recoger automáticamente y procesar grandes cantidades de datos de los contenidos y usuarios: “los dispositivos utilizados para acceder a los servicios de las plataformas suelen estar equipados con software y aplicaciones que recopilan datos de manera automática. Cada clic y cada movimiento del cursor generan datos del usuario, los cuales son almacenados, analizados automáticamente y procesados”(2016: 2).

Tanto Van Dijck como la australiana Sarah Barns (2020a), apuntan que las plataformas tienen una dimensión tecnológica –la extracción y procesamiento de datos– y otra discursiva, que tiene que ver con el modo en que son presentadas por las principales empresas del rubro. En particular los significantes con los que se definen los “medios sociales”, en los términos que refiere Van Dijck a lo que en el lenguaje corriente se nombra como “redes sociales”. En La cultura de la conectividad (2016), esta autora subraya que los preceptos originales de los programadores de internet, basados en una idea democratizante y colectiva de la red, estuvieron marcadas por la idea de “colaboración” y “participación”, significantes que se mantuvieron en las empresas de plataformas aunque la lógica de la red terminó siendo diametralmente opuesta a la de los inicios. Años más tarde, cuando ya en la web primaba una cultura privativa y monopólica[1], los empresarios dueños de las principales plataformas digitales retomaron estos conceptos, más como una estratégia de marketing que como verdaderos principios rectores. “Los propietarios de estos sitios alimentaron la imagen de un funcionamiento colectivo y centrado en el usuario, aún mucho tiempo después de que sus estrategias hubieran atravesado una fuerte metamorfosis hacia el ámbito comercial” (2016: 31), señala Van Dijck.

Los medios sociales, para esta autora, funcionan como sistemas automatizados que “inevitablemente diseñan y manipulan las conexiones. Para poder reconocer aquello que las personas quieren y anhelan, Facebook y las demás plataformas siguen el rastro de sus deseos y reducen a algoritmos las relaciones entre personas, cosas e ideas” (2016: 29). Las empresas que diseñan y manejan estas plataformas, advierte, hacen hincapié en la “conexión humana” y minimizan la importancia de la “conectividad automatizada”. De esta forma, en lugar de “hacer social la red”, las plataformas hacen técnica la sociabilidad, y es por eso que se refiere a una “socialidad tecnológicamente codificada”. Mediante este proceso, las actividades humanas se convierten en “fenómenos formales, gestionables y manipulables, lo que permite a las plataformas dirigir la socialidad de las rutinas cotidianas de los usuarios” (2016: 30). Aquí retoma a Michel Foucault para sostener que "los medios contemporáneos de poder son aquellos que ‘funcionan no ya por el derecho, sino por la técnica; no por la ley, sino por la normalización, no por el castigo, sino por el control’” (2016: 40), perspectiva que la acerca a la idea también foucaultiana de gubernamentalidad, como ejercicio de poder sobre las poblaciones (Foucault; 2006)

Esta es la primera característica que Van Dijck le asigna a los medios sociales – el hecho de que provoquen que la socialidad se vuelva tecnológica–, y la consecuencia es que “altera profundamente la naturaleza de las conexiones, creaciones e interacciones humanas”. El segundo atributo es que se trata de una “cultura en que la organización del intercambio social está ligada a principios económicos neoliberales”; y finalmente advierte que la cultura de la conectividad se inscribe en un una transformación histórica más profunda, caracterizada por “el replanteo de los límites entre los dominios público, privado y corporativo”. Subraya el “marcado debilitamiento del sector público en las últimas décadas y su gradual apropiación por parte de las corporaciones es un trasfondo necesario a la hora de entender el éxito de los pujantes medios conectivos” (2016: 42-43). Los últimos dos puntos son similares a lo que ya planteaba Becerra respecto a la Sociedad de la Información.

Van Dijck sintetiza estas tendencias al afirmar que “la absorción de la socialidad, la creatividad y el conocimiento”, siguen una “tendencia offline arraigada en los ideales neoliberales de libre mercado y la desregulación”, y subraya que el riesgo es que “la conquista de este nuevo espacio online es aquello que constituye el significado mismo de lo público, lo privado y lo corporativo en un continuo nirvana de interoperabilidad” (2016: 268). En esta línea, advierte sobre el peso específico que tienen las empresas de plataformas en relación a los gobiernos en lo relativo a la producción y procesamiento de datos, que se convirtieron en “materias primas de la información”: “en la actualidad Facebook y Google, a través de sus refinados sistemas de perfil social, superaron con creces al gobierno y a las universidades en la recolección e interpretación de este tipo de datos” (2016: 272).

Las smart cities condensan este largo y sinuoso recorrido. Son un punto en el que convergen las perspectivas que vinculan a la ciudad con un sistema artificial  y la lógica de las plataformas digitales. Se trata de un modelo de gobierno urbano que se basa en la extracción y procesamiento de datos, una tecnología que logra operativizar un conjunto de ideas sobre la dinámica urbana surgida con la modernidad y la idea de Sociedad de la Información. Y al igual que lo que ocurre con las plataformas digitales, es un proceso con dos caras: además de la dimensión tecnológica, se apoya en una discursividad que recupera un conjunto de significantes provenientes de los comienzos de internet, de la etapa utópica de la red.

Smart cities y la plataformización de la ciudad

Las tres características que señala Van Dijck sobre las plataformas son los pilares de la discursividad de las smart cities. Existen numerosos trabajos que se abocan al análisis de las ciudades inteligentes desde miradas diversas: muchos autores (Hollands, 2008; Greenfield, 2013; Kitchin, 2014; Fernández Güell, 2015; Fernández González, 2016; Kitchin y Cardullo, 2019) en primer lugar identifican a los actores que buscan promover estos proyectos urbanos, para luego desarrollar luego una serie de análisis críticos de los postulados que estas entidades transnacionales proponen. En tales trabajos afirman que se trata fundamentalmente de empresas del sector de comunicación e informática –entre ellas IBM, CISCO, Microsoft, Intel, Siemens, Oracle, SAP, además de organismos internacionales como el Banco Mundial o la Unión Europea–, que desde los años noventa del siglo pasado comenzaron a usar el concepto de smart city para promover, según su narrativa, un un modelo urbano basado en la tecnología, que “permitiría afrontar los grandes retos que comenzaban a preocupar a las ciudades de nuestro planeta: mejorar la eficiencia energética, disminuir las emisiones contaminantes y reconducir el cambio climático” (Fernández Güell, 2015: 21). Estos trabajos advierten sobre lo difuso que se vuelven los límites entre los dominios públicas y privados en estas iniciativas: los gobiernos locales son solo un actor más –y no precisamente el más poderoso– entre los actores que impulsan políticas “smart”.

Uno de los autores pioneros en desplegar un análisis crítico de esta tendencia fue Robert Hollands (2008). Debido a la dificultad de definir el concepto de smart city, Hollands busca explorar los supuestos que derivan en una mirada celebratoria de la idea de ciudad inteligente y analizar lo que implica etiquetar una ciudad como “smart”, para problematizar la narrativa de estas premisas en el urbanismo. Encuentra dos aspectos centrales: el uso de la tecnología como fundamento de las políticas públicas y el enfoque empresarial, en particular asociado al desarrollo de empresas de tecnología. En un lugar menos relevante, agrega un tercer atributo: la búsqueda de crear un ambiente propicio para la industria de “las artes y la cultura” (2008: 309). El planteo de un desarrollo que asocia al urbanismo con la lógica empresarial y la tecnología, se liga para Hollands con la mutación en la gobernanza urbana que plantea Harvey con la noción de “empresarialismo urbano” (1989). Otro enfoque pionero fue el de Saskia Sassen (2011), quien usó el término intelligent cities y lo caracterizó como un intento de los sectores empresarios de eliminar la “incompletud” característica de la vida urbana a través de la tecnología. Sassen apunta que tal incompletud tiene que ver con la característica que tienen las ciudades de estar en constante cambio, más allá de los intereses y acciones de los gobiernos, empresas y otros actores de poder que intervienen en su remodelación. “Los actores poderosos pueden rehacer las ciudades a su imagen. Pero las ciudades responden. No se quedan quietas” (2011: 2), sostiene la autora.

Robert Kitchin (2014) avanza en en el terreno balizado por Hollands y va un poco más allá al sostener que lo que une a las dos características mencionadas por el segundo es el “ethos neoliberal”, mediante el cual se priorizan “soluciones tecnológicas dirigidas por el mercado para el gobierno y desarrollo” de las ciudades, que tienen dos objetivos: por un lado, las empresas y organismos que promueven este modelo de ciudad “empujan para que los estados y ciudades adopten sus nuevas tecnologías y servicios”, y por otro, “buscan la privatización, desregulación y mayor apertura económica para lograr una acumulación de capital más eficiente” (2014: 2). En un trabajo posterior, Kitchin y Paolo Cardullo (2019) ubican a las smart cities dentro de lo que Jaimie Peck define como “urbanismo neoliberal” (Peck, 2012; Peck, Theodore y Brenner, 2013), un modelo de crecimiento urbano basado en estrategias de marketing empresarial –apelando a la eficiencia, la competitividad y la valorización económica– y en la subordinación del espacio de la ciudad a lógicas especulativas.  

La asociación entre las smart cities y la narrativa neoliberal abre el abanico de una serie de trabajos que se dedican fundamentalmente a indagar en dos aspectos: las características del “urbanismo neoliberal”, es decir, el modo en que se conciben las políticas urbanas de la perspectiva smart centradas en la tecnología; y el correlato de esta tendencia en la “ciudadanía neoliberal”, en los efectos sobre la participación política y las subjetividades urbanas que implican y producen las ciudades inteligentes. Se trata, por supuesto, de un proceso en el que ambas premisas están imbricadas, la distinción tiene un fin meramente analítico. Dentro del primer grupo puede ubicarse al propio Kitchin (2014), quien sostiene que el uso de datos y algoritmos para la gestión de gobierno se postula como “objetivo”, como “medida neutral libre de ideologías políticas (...), datos que hablan de una verdad inherente de las relaciones económicas y sociales que proveen evidencia empírica robusta para la aplicación de políticas públicas” (2014: 3).

Martín Tironi Rodó explica, en la misma línea, que la narrativa de las ciudades inteligentes es presentada como un programa flexible de “urbanismo tecnointeligente” que provee “protocolos de gestión cada vez más automatizados e inteligentes”, en virtud de lo cual “actores múltiples, como municipios, empresas o ciudadanos, conseguirían tomar sus decisiones de manera más y mejor informada” (2019: 2). Encontramos aquí una regularidad entre varios análisis, dado que son varios los autores que reparan en la postulación de la narrativa o ideológica de las smart cities como “apolítica” y “objetiva” (Vanolo, 2014; Kitchin, 2014; Tironi Rodó, 2019; Negro, 2020; Greenfield, 2013). De esta forma, las smart cities no solo se asocian a las tecnologías, sino también a “discursos e imaginarios sobre futuros posibles, de redes de circulación y significación, de modelos de investigación y producción de conocimiento” (Tironi Rodó, 2019: 3). Lo mismo ocurre, como se vio en el apartado anterior, con los medios sociales, según Van Dijck.

El planteo de Barns (2020a) es particularmente interesante, dado que habla específicamente de un “urbanismo de plataformas”, pero ya no con el eje puesto en el modo en que los gobiernos urbanos aplican políticas públicas en conjunto con empresas de tecnología, sino pensando en el modo en que los “ecosistemas de plataformas”, creados por corporaciones como Google, Meta, Uber o Airbnb, transforman los imaginarios de ciudad. Barns sostiene que la gobernanza de las plataformas “actúa poderosamente para remodelar las percepciones y representaciones de movilidad, conexión, transacción y conciencia espacial” (2020a: 56).  De esta forma, las plataformas “gobiernan las ciudades”, mediante la reconstrucción no solo de transacciones o interacciones que ocurren en el espacio, sino “reconstituyendo el tejido perceptivo del espacio, un tejido que entreteje las prácticas socioespaciales en algo que hemos llegado a considerar como ‘lo urbano'” (2020a: 56).

Buenos Aires “smart” y el caso Boti

La puesta en marcha de políticas vinculadas a la narrativa de las smart cities en la Ciudad de Buenos Aires se inició en el año 2014, durante el segundo mandato de Mauricio Macri como Jefe de Gobierno[2]. En el libro titulado Buenos Aires para los argentinos. Ciudad inteligente que construye futuro (2015), compilado por el propio Macri y Andrés Ibarra, el entonces Secretario General de CABA, Marcos Peña, definió al espacio político del PRO como una plataforma digital: “al concebirnos como un partido moderno, a veces pensamos al PRO como un gran dispositivo que procesa mucha información y está programado para elegir las mejores soluciones a diferentes problemas” (2015: 38). Esta afirmación va en línea con el planteo de Gabriel Vommaro en La larga marcha de Cambiemos (2017). El sociólogo analiza allí la historia del PRO y marca su origen en la post crisis de 2001, momento en el cual el espacio político se presentó como la “nueva política” frente al fracaso de la política tradicional que derivó en el estallido social. “La crisis de 2001 aceleró el llamado a meterse en política para, en la visión del team leader –Macri–, moralizarla y hacerla más eficiente. Se trató desde entonces de reemplazar la ‘vieja política’, de manera paulatina, por una ‘nueva’” (2017: 21), explica.

La impronta refundacional del PRO se inscribe dentro de lo que remarca Matías Landau (2018) acerca de la tradición en la Ciudad de Buenos Aires de gobiernos que priorizan perspectivas tecnocráticas más que políticas para gestionar la ciudad, “una perspectiva complementaria que planeaba que, para resolver los asuntos urbanos y sociales de la ciudad, el gobierno debía ser una tarea llevada a cabo por especialistas” (2018: 269). La aparición de las smart cities marca una continuidad con estas miradas tecnocráticas (Funes y Guindi; 2023). Sin embargo, el uso de las tecnologías de plataformas para el gobierno urbano dispara interrogantes específicos: ¿se pueden impulsar políticas virtuosas en la articulación de empresas como Google, Microsoft o Meta?; ¿hay una pérdida de soberanía en esta dinámica público-privada?; ¿pueden desarrollarse plataformas propias o el “efecto de red” implica que las grandes empresas lleven una ventaja inexorable?; ¿qué ocurre con los datos de los ciudadanos en este escenario? En las siguientes páginas se busca reflexionar en torno a estas preguntas, para pensar la dinámica entre Estado, ciudad y plataformas digitales.

Peña define “ciudad inteligente” como un “sistema de información entre gobierno y ciudadanos, en el que la tecnología se transforma en un medio central de interconexión y solución de problemas” (2015: 49). Esta frase condensa la mirada del PRO sobre la Ciudad, en línea con la discursividad de las smart cities. En otro pasaje afirma que en la actualidad las ciudades son “sistemas muy complejos caracterizados por cantidades masivas de interconexiones entre ciudadanos, negocios, medios de transporte, redes de comunicación, servicios y utilidades” (2015: 41). Y agrega: “estamos seguros de que es un experimento democrático de alta intensidad, que tiene el poder de hermanar la infraestructura tecnológica de vanguardia con una nueva cultura de transparencia, participación y colaboración” (2015: 38). En estas citas se destacan dos aspectos de los que habla Van Dijck: el propio partido se reconoce como dispositivo que procesa información y que se inscribe en la línea de la “transparencia”, “participación” y “colaboración”.

En el organigrama del Poder Ejecutivo porteño del período 2019-2023 existía un conjunto de organismos abocados a esta perspectiva, nucleados en la órbita de la Secretaría de Innovación y Transformación Digital, dependiente de la Jefatura de Gabinete, que a su vez contaba con tres subsecretarías: Políticas Públicas Basadas en Evidencia; Experiencia Digital y Ciudad Inteligente[3]. El principal objetivo de la Subsecretaría de Políticas Públicas Basadas en Evidencia era que el fundamento empírico a partir del cual se gobernara la Ciudad estuviera cada vez más ligado a la datificación. El organismo lo planteaba de la siguiente forma en la definición de sus funciones: “controlar los activos de datos de forma centralizada, diseñar e implementar políticas públicas más eficientes en virtud de los resultados obtenidos, fortalecer la relación con otras organizaciones fuera del GCBA, y conocer en profundidad las preferencias y necesidades de vecinas y vecinos de la Ciudad”[4]. Para ello se utilizan datos obtenidos a través de distintos dispositivos: los datos biométricos que recolecta el Ministerio de Seguridad porteño; la geolocalización; el uso de datos de usuarios de las redes abiertas de wi-fi, entre otros. Una parte central de esta iniciativa es el proyecto de “sensorización”, que es presentado de la siguiente manera en la página web del GCBA: “vamos hacia una Ciudad con una plataforma unificada de sensores, donde todos los datos generados se puedan cruzar en pos de mejorar e implementar modelos de gestión más eficientes”[5]. Más adelante aclaran que “para nosotros, un sensor es un ojo que siente, escucha y monitorea la ciudad 24h. En esa línea, afirmamos que las mejores decisiones son las que tomamos producto de los datos inteligentes que genera nuestra ciudad, estos nos permiten evaluar y avanzar.”

De esta forma, la extracción y procesamiento de datos se volvió uno de los principales ejes para diseñar e implementar políticas públicas, con la creatividad, la transparencia y la eficacia como significantes rectores de la narrativa de gobierno, mediante la discursividad de gobernar “en base a evidencias”, lo cual implica consecuencias epistemológicas y políticas (Funes; 2023). “El nuevo entorno tecnológico de la información y de la comunicación se ha trans­formado en la fuente más importante de la concepción de la vida social inteligente y de las ciudades inteligentes” (2015: 43), sostuvo Peña. En una entrevista radial, la titular de la Subsecretaría de Políticas Públicas Basadas en Evidencia, Melisa Breda, sintetizó de manera paradigmática la perspectiva política y epistemológica de las smart cities:  “los datos son fundamentales porque son un reflejo de la realidad”[6].

Dentro de este escenario, es central el rol que cumplen las empresas de tecnología y plataformas como impulsoras y facilitadoras de la aplicación de este tipo de gobierno urbano. Como caso paradigmático se tomará aquí el el chatbot de la Ciudad, denominado “Boti”. El objetivo de este análisis no es abordar o evaluar el modo de funcionamiento de esta plataforma o la percepción de la ciudadanía respecto a la misma. La idea es reflexionar sobre la complejidad de estas políticas públicas por el modo en que se articulan y se montan sobre infraestructuras de las empresas de plataformas –en este caso de Meta-Facebook, Google y Microsoft–, y así en el modo en que se desdibuja el rol y agencia del Estado ante estas potencias empresariales.

Las tres corporaciones mencionadas en el párrafo anterior integran el grupo de las cinco empresas que para Van Dijck son “el epicentro del ecosistema de información que domina el espacio en línea” (2016: 4). Este ecosistema está repleto de paradojas:

“parece igualitario, pero es jerárquico; es casi completamente corporativo, pero parece servir al valor público; parece neutral y agnóstico, pero su arquitectura conlleva un conjunto particular de valores ideológicos; sus efectos parecen locales, mientras que su alcance e impacto son mundiales; parece reemplazar al “Estado interventor con enfoques de arriba hacia abajo” por el “empoderamiento del consumidor de abajo hacia arriba”, pero lo hace a través de una estructura altamente centralizada que no es transparente para sus usuarios”. (2016: 4)

El informe titulado “Boti: el chatbot de la Ciudad”[7] repasa la historia y el desarrollo del chatbot impulsado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Vale la pena retomar brevemente este recorrido para ver el modo en que las iniciativas del gobierno surgieron de la mano de las propuestas de las empresas de plataformas. En 2013 la Subsecretaría de Ciudad Inteligente presentó “el primer chat con Inteligencia Artificial del Gobierno”; en 2015 el GCBA contaba, además del chat dentro de la página oficial, con un chat dentro de la red social Facebook y ese mismo año “se comenzaron a realizar las primeras pruebas del chat en WhatsApp de manera informal”, ya que “la plataforma todavía no había lanzado la API para organizaciones”. Tres años más tarde, apareció la API WhatsApp Business y Facebook, que “habilitó a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires la versión beta para realizar pruebas y detectar posibles mejoras o errores, tanto en los diferentes procesos como en aspectos de seguridad”. En el informe aclaran que en ese momento las políticas y términos de uso de WhatsApp no contemplaban la utilización de la API por parte de entidades de gobierno, pero “el GCBA fue la excepción debido a la experiencia adquirida, hasta ese momento, en el desarrollo e implementación de chatbots, a las pruebas ya realizadas en la aplicación y al trabajo realizado junto al único proveedor autorizado por la compañía de mensajería”. En febrero de 2019 se concretó el lanzamiento oficial del chatbot en Whatsapp. En este contexto, “la validación del usuario y de los primeros contenidos incorporados fue realizada por Facebook Inc. Sus políticas de uso para organizaciones eran muy específicas y el primer desafío fue adaptar el bot a esos lineamientos a fin de generar un ida y vuelta con la empresa, en base a los contenidos de la Ciudad”. Luego de este derrotero, el GCBA se jactó de ser “el primer gobierno del mundo en utilizar WhatsApp como canal con el objetivo de informar y responder las inquietudes, solicitudes y consultas de sus ciudadanos”.

Uno de los elementos fundamentales para entender esta dinámica son las denominadas Interfaces de Programación de la Aplicación, API por sus siglas en inglés (Application Programming Interface). Barns (2020b) explica que las API son las infraestructuras centrales de lo que se conoce como “ecosistema de plataformas”, otro concepto clave que proviene del mundo empresarial para describir las “relaciones intermediadas por plataformas digitales” (2020b: 3). Como infraestructuras digitales, las API permiten que las plataformas digitales pongan a disposición “formas en apariencia ‘abiertas’ de programabilidad, al tiempo que garantizan que las interacciones que logran estas nuevas plataformas innovadoras también centralicen o recopilen cualquier salida de datos subyacente” (2020b: 3). Como ejemplo de esta dinámica, la autora australiana menciona al Facebook Developer Platform (FDP), iniciativa mediante la cual la empresa promueve a desarrolladores externos a utilizar la infraestructura de Facebook, expresada en su API, para crear nuevos widgets y aplicaciones dentro de la plataforma que permiten “ampliar continuamente la huella de las capacidades de recolección de datos de Facebook en Internet” y, de esta forma, “su ecosistema de plataforma fue ampliado por desarrolladores externos, que actuaban de forma independiente para aumentar su propio valor y alcance en la economía digital”.

Para caracterizar este proceso, Barns recupera un concepto acuñado por los pioneros de internet: “amplificación de la inteligencia”. La autora advierte que existe una fuerte competencia entre las empresas de plataformas por ampliar su capacidad de recolección y procesamiento de datos urbanos, no solo a través de los usuarios, sino también a través del “internet de las cosas”, la “sensorización” de las ciudades. Esta batalla tecnológica, sostiene, ya no se centra en los dispositivos, sino que es una “guerra de ecosistemas”. Al conectar más y más “cosas”, las empresas de tecnología profundizan la “amplificación de la inteligencia”, no solo entre personas conectadas, sino también “entre infraestructuras, servicios públicos, servicios y otras condiciones ambientales cotidianas, instituyendo circuitos de retroalimentación continuos entre sus ‘usuarios’ conectados, humanos o no humanos” (2020b:4).

Para las empresas de plataformas es estratégico tejer alianzas con gobiernos locales, no solo como clientes para vender sus servicios, sino también para ampliar su red de recolección de datos mediante sus “ecosistemas”. Una de las preguntas que surge entonces es: ¿cuál es la ventaja para los gobiernos locales, por ejemplo, en el caso de la Ciudad de Buenos Aires? En el citado informe sobre Boti, el argumento esgrimido para justificar la alianza con Facebook es que es “la marca más usada en Argentina”, según un estudio que citan de Global Web Index, en el que se afirma que WhatsApp es “el principal canal de comunicación, presente en el 92 por ciento de los smartphones de Argentina”. Subrayan que tanto el chatbot original de la página oficial como la línea telefónica recibió a lo largo del tiempo cada vez menos consultas, al tiempo que el chat de Facebook y luego el de WhatsApp aumentaron las interacciones durante el mismo período. Para ilustrar la capacidad de penetración capilar del bot en la actualidad, en el informe afirman que “nosotros competimos en el teléfono con el contacto de un familiar. Boti es tan cercano como eso”.

El “shock de de virtualización” que produjo la pandemia fue clave para la aceleración de este proceso y fue aprovechado por el Gobierno de la Ciudad para darle mayor protagonismo a la Secretaría de Innovación y Transformación Digital. Este shock, tal como apunta Flavia Costa en su libro Tecnoceno (2021), tuvo que ver en todo el mundo “tanto a la velocidad del proceso –de datificación– como al tipo de relación que se nos propone asumir ante él: la aceptación de lo que se vislumbra, si no como solución definitiva, como paliativo aunque sea rudimentario” (2021: 155). Proceso que, como en todas las políticas de shock, se utiliza para “aprovechar la confusión y el agotamiento de las sociedades en beneficio de algunos agentes concretos” (2021: 155).  Costa afirma que las grandes beneficiarias de esta tendencia fueron las empresas de telecomunicaciones, de redes sociales y de comercio electrónico. En tal contexto, durante el primer trimestre de 2022 –en especial en enero, cuando se registró el pico de casos de COVID-19– Boti llegó a su récord histórico de interacciones con más de 26 millones, según el citado informe, en el que se aclara que “los temas más consultados fueron ‘Resultado del test’, la función que permite obtener de manera rápida y sencilla el resultado del test por coronavirus en el celular; seguido por ‘Vacunación’, ‘Certificado COVID-19’, ‘Trámites’ e ‘Infracciones’”.

Meta no es la única empresa de plataformas que “presta” su infraestructura para Boti: también lo hacen Google y Microsoft. En el caso de la primera, en el informe explican que la herramienta de Inteligencia Artificial más importante con la que cuenta el bot es “el motor de entendimiento de los mensajes que trabaja a través de la plataforma Speech to Text de Google”, que “permite reproducir el habla humana de forma artificial, analizando diferentes aspectos de la conversación. La pieza clave para el perfeccionamiento del motor es el reentrenamiento continuo de los algoritmos de Inteligencia Artificial; realimentándolos con cada conversación y los datos transaccionales”.

Otro tipo de IA con la que cuenta el bot es la de reconocimiento de imágenes, que se hace a través de Azure Microsoft. “Esta tecnología permite realizar y mejorar la detección automática de objetos para identificar, por ejemplo, si un auto está mal estacionado. Con el objetivo de que funcione eficientemente, se debe entrenar al bot cargando y etiquetando imágenes para que, cada vez, sea más preciso en el análisis de los píxeles y patrones de una imagen, a fin de reconocerla como un objeto en particular”, explican en el informe. A través de Azure Microsoft, además, se trabaja sobre “el análisis de sentimientos con la intención de entender el humor de los usuarios cuando realizan consultas sobre diversos temas”. Es una tecnología de procesamiento de textos y de la forma en la que escriben los usuarios, que tiene el objetivo de “entender qué es lo que la persona piensa o desea y dar respuesta a partir de esta información”. El sistema “analiza el texto, lo separa en oraciones y entidades para identificar los tópicos y frases relacionadas, darles un puntaje positivo o negativo y por último, determinar el sentimiento del mensaje, que puede referir tanto a un buen comentario como a una queja”.

En el caso Boti, de esta forma, vemos un claro ejemplo de cómo las principales empresas de plataformas se apoyan en gobiernos urbanos –entre otras instituciones, por supuesto– para expandir su capacidad de absorción de datos mediante la creación de “ecosistemas”, centrados en personas y en objetos. Barns sostiene que el crecimiento de esas empresas, a las que suma las plataformas urbanas como Uber o Airbnb, no se produjo solamente por su desarrollo tecnológico y la interacción de usuarios dentro de las redes que generaron, sino también por la implementación de ecosistemas de plataformas que “ha facilitado una reingeniería más generalizada de los mercados de datos urbanos, alejándolos de ecosistemas más ‘abiertos’ previstos por los defensores originales de la web, y de las ciudades en tiempo real y la informática urbana, hacia ecosistemas más desconectados y de propietarios de datos” (2020b: 5). Es por este motivo que se incentiva a los emprendedores digitales a “adoptar una estrategia de ‘plataforma’ en su desarrollo estratégico de los modelos de negocio de las empresas, y se defiende ampliamente la arquitectura digital basada en plataformas como medio para lograr la escala digital” (2020b: 5).

Palabras finales

A principios de siglo, un conjunto de autores advertían sobre los riesgos que conllevaba adoptar ciegamente las premisas de la Sociedad de la Información impulsada por las grandes empresas de tecnología y organismos internacionales. Guillermo Mastrini (2006) sostenía que existen “casi tantas sociedades de la información como sociedades en el mundo” y que era fundamental “ser sumamente precavidos respecto del proceso ideológico que intenta subsumir dicha diversidad en el concepto que hace referencia al proyecto de sociedad impulsado por los países centrales”, decía Guillermo Mastrini a principios de siglo cuando se discutía el rol de los estados y los posibles rumbos de la Sociedad de la Información (2006: 206).

En la misma línea, Carlos Achiary advertía que “los países subdesarrollados tenemos el peligro de comprar el concepto de que hay una sola Sociedad de la Información, de que hay un solo camino que ya está escrito y sólo tenemos que adscribir a ese modelo y ejecutarlo” (2006: 180).  Y agregaba que “la construcción de una sociedad con uso intensivo de tecnología sigue siendo, como hace muchos años, un problema político, social y económico” (2006: 180). Similar era la crítica de Enrique Chaparro, cuando afirmaba que “la solución tecnológica es ilusoria si no existe una solución de fondo al problema real: el barniz que le pongamos al auto viejo, no hace más que tapar el agujero, pero no lo soluciona. Entonces, para un buen gobierno electrónico, necesitamos un buen Gobierno” (2006: 177).

Los lineamientos generales de las smart cities, el modo en que intervienen los distintos actores en el proceso de su desarrollo –estados locales, organismos internacionales y empresas de tecnología– y la experiencia de la Ciudad de Buenos Aires al abrazar estos principios de manera irreflexiva marcan una tendencia diametralmente opuesta a estas advertencias. Las empresas de plataformas se presentan como facilitadoras para la aplicación de herramientas tecnológicas en la administración pública, como instrumentos objetivos y apolíticos, y consiguen así ampliar su red de recolección de datos. Esto acarrea graves consecuencias políticas, económicas y sociales para las poblaciones.

Si bien no es el objetivo del presente texto, se pueden mencionar brevemente algunas de estas consecuencias. El principal error político es el de tomar los datos obtenidos mediante plataformas como “reflejo de la realidad”, cuando sus algoritmos están cargados de lo que Matteo Pasquinelli y Vladan Joler (2021) llaman “sesgos ideológicos”, son opacos en su lógica de funcionamiento y controlados por las corporaciones. Estos autores sostienen que la IA es incapaz de advertir tendencias novedosas y presenta así una  “dictadura del pasado” y la “regeneración de lo viejo”: “la aplicación de una visión homogénea de espacio-tiempo que restringe la posibilidad de un nuevo evento histórico” (2021: 11). En esta crítica resuena la idea de la “eterna repetición de lo mismo” y la “exclusión de lo nuevo” que alertaban Max Horkheimer y Theodor Adorno en Dialéctica del iluminismo (1988).

La fetichización de estas tecnologías, además, pone a la política en segundo plano, al considerar que los conflictos de la sociedad pueden ser dirimidos de manera más “objetiva” y “eficaz” mediante estas herramientas tecnológicas.

Otra consecuencia es la entrega de soberanía que implica que los estados se apoyen en estas empresas para diseñar políticas públicas, en lugar de crear sistemas propios en función de los intereses nacionales y sociales específicos de cada país. Sumado a esto, desarrollar un área estratégica desde el punto de vista político y económico.

Por último, pero no menos importante, las empresas de plataformas están accediendo a un caudal de datos  sensibles de la población cada vez mayor, en connivencia con los estados.

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[1] Srnicek destaca, entre las características fundamentales de las plataformas, la tendencia a los monopolios y los “efectos de red”. El motivo es que “mientras más numerosos sean los usuarios que hacen uso de una plataforma, más valiosa se vuelve esa plataforma para los demás”, explica Srnicel, y agrega “pero esto genera un ciclo mediante el cual más usuarios generan más usuarios, lo que lleva a que las plataformas tengan una tendencia natural a la monopolización” (2018: 47).

[2] En un documento elaborado por la Secretaría de Modernización de Presidencia de la Nación durante el período de gobierno de Mauricio Macri se aclara que 2014 fue el año en que el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires realizó “un estudio conceptual para el desarrollo de metodologías de planificación para la aplicación del concepto –de smart city– como parte de la política de modernización de la ciudad”. De todas formas, dada la plasticidad del uso del término y la diversidad de actores que se analizarán, la elección de este año es sólo tentativa  Ver en “La Importancia de un Modelo de Planificación Estratégica para el Desarrollo de Ciudades Inteligentes”, Secretaría de Modernización de Presidencia de la Nación, 2016. Disponible en: https://www.argentina.gob.ar/sites/default/files/modelo-de-planificacion-estrategica.pdf

[3] En la composición actual, bajo la jefatura de gobierno de Jorge Macri, estás áreas quedaron absorbidas por la Secretaría de Innovación y Transformación Digital.

[4] “Basada en evidencia», la muletilla de Larreta hecha subsecretaría”, disponible en https://www.tiempoar.com.ar/informacion-general/basada-en-evidencia-la-muletilla-de-larreta-hecha-subsecretaria/

[5] “Tecnología y Sensorización”, disponible en https://www.buenosaires.gob.ar/innovacion/gobiernoabierto/tecnologia-y-sensorizacion

[6] Entrevista a Melisa Breda en el programa Cosas que pasan en Radio Ciudad AM 1110. Disponible en: https://ar.radiocut.fm/audiocut/entrevista-a-melisa-breda-subsecretaria-politicas-publicas-basadas-en-evidencia-gcba/

[7] “Boti: el chatbot de la Ciudad”, publicado en abril de 2022. Disponible en: https://www.buenosaires.gob.ar/sites/gcaba/files/caso_boti_-_abril_2022.pdf